Soy mamá de cuatro. Dos hombres y dos mujeres. Nunca sospeché que mis dos hijos eran homosexuales. Los dos tuvieron pololas de harto tiempo y los vi felices con ellas. Primero nos contó el mayor, que en ese minuto tenía 25 años y vivía en Buenos Aires. Un día nos dijo a mí y a su papá que quería hablar con nosotros. En ese minuto pensé que nos diría que su polola estaba esperando guagua o que se quería cambiar de carrera. Estando los tres sentados en la pieza, nos leyó una carta preciosa que nos había escrito. Ahí nos explicaba lo que sentía, lo que le pasaba, desde cuándo le pasaba y que era algo que ya no podía seguir escondiendo. Y nos contaba que era gay. Ciertamente fue un dolor gigante y lo único que hice fue llorar y abrazarlo. Me acuerdo que en esa conversación lo que más nos recalcaba era que seguía siendo el mismo de antes. Eso no lo procesé en el minuto, pero después me di cuenta de que efectivamente es así.
Él lo tenía tan asumido, que nos dijo que le contáramos a las personas que necesitáramos contarles. Yo soy de hartas amigas, y para mí una cosa tan importante como esa no era para esconderla. Uno esconde lo malo, lo feo. Y mi hijo no tenía nada ni de lo uno ni de lo otro. Seguía siendo el hombre amoroso y exquisito de siempre. A la única persona que no le conté fue a mi mamá, que en ese minuto tenía más de 80 años, era viejita. Pero si lo pienso ahora, sabiendo cómo era ella, estoy convencida de que no hubiese puesto ningún problema. De eso me arrepiento mucho.
Soy una mujer de mucha fe y nunca me tomé esto como algo que Dios me estaba mandando. Me lo tomé como que así es la vida. No fue fácil. Se sufre, se llora, hay que dejar de lado las expectativas, pero me ha ayudado el hecho de mantener la cabeza en alto y no esconderme. En esto había dos posibilidades: una era que me tirara en la cama, me tapara con la sábana y llorara eternamente; la otra era pararme y ver qué podía hacer. Por eso me metí en la PADIS (Pastoral de la Diversidad Sexual al alero de la Comunidad de Vida Cristiana) donde siempre llega gente de fe que tiene hijos homosexuales y que no sabe qué hacer. La educación de la PADIS me ayudó a enfrentar el tema, a conocer ese mundo para así derribar los mitos y sensaciones que tenía antes con el tema gay. Ahí aprendí también que la vida no termina en mí, ni siquiera en mis hijos y mis nietas, que termina más allá. Por eso he ido tejiendo redes, porque cuando lo comparto la gente se da cuenta que la homosexualidad no debe ser condenada ni juzgada. Me gusta contar mi realidad con los dolores, las alegrías. Creo que cacarear lo bueno nos hace bien a todos. En la PADIS me he encontrado también con que en muchas familias hay más de un homosexual. Yo juraba que iba a ser la única en el mundo, pero pasa más de lo que uno cree
Tres meses después de la conversación con mi hijo mayor, decidí partir a verlo a Buenos Aires. Quería conocer a su pareja, verlos a los dos en su mundo. Antes de partir, estaba un poco nerviosa porque no sabía cómo iba a ser ese momento. Pero todo fue dándose naturalmente. El día que llegué los abracé a los dos y salimos a comer. Viajar había sido una decisión que tomé con un amor infinito de mamá, y darme cuenta de que eran felices fue muy gratificante. Lo único que finalmente importaba.
Tres años después, también en enero, mi hijo menor, que en ese minuto también tenía 25 años, nos contó lo mismo y de la misma forma. Veníamos de vuelta de la playa y nos dijo que quería conversar con nosotros. Tampoco me lo esperaba. Ahí nos dijo que cuando su hermano mayor nos había contado, él había descubierto lo que le pasaba. Sus hermanos le dijeron que por ningún motivo nos contara porque nos íbamos a morir del corazón. Solo pensé en lo terrible que debió haber sido ese proceso para él, pero me dijo que no, que sus amigos y sus hermanos lo contuvieron y que él sabía que para nosotros iba a ser muy difícil. Que era mejor esperar. Me pidió que nunca me sintiera culpable porque él sabía que era eso lo que había que hacer en ese momento. Nos abrazamos, lloramos y todo nos parecía hasta un poco tragicómico. Me acuerdo que al día siguiente le conté a una cuñada y pensó que estaba bromeando.
Al año de contarnos, se fue a estudiar a Estados Unidos con su pareja. Y quise ir a verlos. Ir a quedarme en su casa me daba nervios. El mismo día que llegué, fuimos al cumpleaños de uno de sus amigos en el parque. Estuve toda la tarde observando su mundo, un mundo lindo. Lo que sí me preocupaba era la noche, qué me iba a pasar cuando llegara el minuto de que ellos se fueran a su pieza y yo a la mía. Y de nuevo no me pasó nada. Creo que estaba tan entregada y contenta con lo que veía, que lo demás era el pelo de la cola.
Mis dos hijos hicieron el Acuerdo de Unión Civil. El mayor hace tres años. Fue una fiesta maravillosa y nos propusimos con mis hijas que fuera un día precioso. Así como ellas se habían casado y desde el día uno hablamos de qué se iban a poner, nos preocupamos de los mismo. Lo primero que hicimos fue buscarle vestidos a mis nietas para que todas fueran iguales. Fue una manera de hacerlo sentir el hombre más feliz ese día. Y creo que se sintió más querido de lo que se sentía siempre. Un año después lo hizo mi segundo hijo. Esta vez fue una celebración más íntima, mis cinco nietas otra vez se vistieron iguales para celebrar a su tío. Fue todo en un ambiente familiar, con sus amigos y a ellos dos los vi radiantes.
Una vez uno de mis hijos me dijo que le cargaba la intolerancia de los homosexuales con los heterosexuales que no entienden, así como le cargan los heterosexuales que discriminan. Y eso me quedó muy grabado. Si bien entiendo que hay gente a la que le cuesta aceptar la diversidad, que se les hace difícil, hablo del tema porque me gusta que las personas sepan que tener hijos homosexuales no es algo de qué avergonzarse. Todo lo contrario. Tengo dos hijos maravillosos y una familia que ha decidido crear una dinámica en la que todos los temas se hablan en voz alta. Ese es mi mayor orgullo.
Ximena Moreno (70) tiene 4 hijos y es terapeuta familiar.