EL NIÑO DEL FARO
Recuerdo la playa frente a la casa, la espuma del mar mojaba las ventanas, y el ruido de las olas al chocar las rocas arrullaban mi sueño en las noches heladas y me mecían en las largas noches calidas. Mi infancia fue así... mirando el mar, confundiendo el azul celeste del cielo con el profundo añil del océano.
Pero todo cambio cuando en una noche mientras cenábamos mi padre anuncio que en la casa del faro se mudaría una nueva familia y que por suerte mía tenían un hijo un par de años mayor que yo. Esa noche las olas no pudieron arrullar mi sueño, estaba demasiado entusiasmado con el nuevo amiguito, ya no jugaría con mis imaginarios compañeros, ya basta de jugar a vaqueros con el perro o de rogarle al jardinero Domingo que hiciera de indio o de triste prisionero.
El día siguiente corrí por el acantilado en busca de mi nuevo compañero y me conseguí con el faro imponente y a sus pies a un niño de cabello claro como el dorado trigo, con ojos tan claros como el azul del cielo, una porcelana piel que parecía de espuma como nubecita que se posa en el firmamento, y montaba un extraño triciclo pensé yo en aquel momento, pero era una metálica silla de rueda y su cuerpo débil de ella se hacia prisionero.
Sin embargo y a pesar que correr por el campo no podía, nos hicimos fieles amigos, inseparables compañeros, yo le dejaba jugar con mis plomados soldaditos, el desde su silla me contaba bellos cuentos, mirábamos al mar por tanto tiempo que pensábamos que éramos piratas o singulares marineros, remontábamos al mar con blanquísimos veleros, cachalotes gigantes eran nuestros enemigos y piedrecitas de colores conseguidas en el suelo eran grandes tesoros que enterrábamos al pie del faro con otros preciados recuerdos.
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martes, 25 de junio de 2013
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